El valor de la sonrisa

Por Juan Tomás Frutos

Con el tiempo he aprendido que no hay nada más valioso que una sonrisa. Nada es más importante. Seguramente deberíamos dedicar la mitad de nuestras vidas a hacer sonreír, y la otra mitad a entender la importancia de este menester. De ese modo completaríamos el círculo de la existencia humana. Estamos aquí para ser felices, para hacer a los demás dichosos, desde la máxima de amar y de ser amados, de dar y de recibir, sin que ello suponga, obviamente, la precisa búsqueda de una contraprestación.
Creo que es una sana experiencia, en este mundo de embrujos y de prisas salpicadas de impaciencias, el rodearnos de pequeños, de niños y de niñas, en sus situaciones más naturales. Seguro que aprenderemos mucho. Acompañarles en actividades como el circo, los cuentacuentos, las escenificaciones de leyendas, etc., es conocerlos y conocernos desde lo más genuino de los sentimientos humanos.
Como consejo, hemos de mirarnos en el interior y sorprendernos por la cantidad de recursos que tenemos para afrontar el día a día, que está lleno de opciones, de posibilidades, de encuentros con lo que somos, con lo que nos gustaría ser, con lo que tiene algo de sentido y puede que de sensibilidad.
Las sonrisas valen su peso en oro. Mucho más incluso. Salvan vidas de la desesperanza, son ejemplo para jóvenes y mayores, nos hacen madurar desde la salubridad de romper con la tensión y la pereza, y nos conforman como personas y como partes esenciales de cualquier colectivo que adquiere valor, precisamente, en sociedad.
Lo importante, además, es que las sonrisas sinceras no se pueden comprar. Por eso no acceden a ellas los que más tienen, sino los que más son, los que son sin creerse mejores que nadie. El concepto de seguridad y de felicidad tiene que ver con el hecho de aceptar quiénes somos y lo que poseemos. La voluntad como elemento de superación y aliviador de penas es fundamental para salir adelante. Con dosis de equilibrio, desde el sabor y el aroma de una sonrisa, todo se ve mejor, todo avanza positivamente. Creo firmemente que es así.
No sé si han probado a pasar una tarde rodeados de niños contentos y con ganas de divertirse y de enfrentarse al mundo desde el reto aventurero de la existencia, que lo es en su parte crucial de ensoñación, que es, con sinceridad, la que nos da un implemento, una suma, una fortaleza que no podemos ni baremar con números ni cuantificar con cargos y responsabilidades. Los niños nos enseñan de manera extraordinaria, aunque, claro, para ello hay que tener el anhelo de aprender.
Un antídoto
Lo más relevante de una sonrisa es que, en unión con la mirada, no se puede fingir. Se nota. La mayoría advertimos cuando es contrahecha, cuando está forzada y forjada por intereses no defendibles. Cuando se presenta así, sucedánea, rota, fragmentada por un aspecto compelido, es doblemente estéril, y hasta hace daño. Por el contrario, cuando detrás y delante de ella hay realidad y futuro, y presente, y buen hacer, entonces somos terrenos abonados para la felicidad, tanto si la practicamos activamente como si la recibimos, que también multiplicamos a la postre.
Cuando uno nos demuestra su amor, su compasión, su bondad, su amistad, su solidaridad, su cooperación, su empatía, su aplomo y cercanía y un sinfín de maravillosos sentimientos a través de la sonrisa, constatamos que somos los más afortunados del globo terráqueo, pues tenemos algo que es nuestro, particular, extensible, y, por lo tanto, elevado, algo que vale un potosí, pero por lo que nadie podrá pagar, ni siquiera para que nos lo roben: ¡no podrán, sin duda, quitarnos ese percibido instante eterno!
Además, la sonrisa es un antídoto que nos hace no envejecer internamente, que nos permite afrontar mejor los problemas, que nos mantiene vitales y con ánimo de victoria incluso en las etapas más vacías. Con ella, con la sonrisa verdadera, somos más y mejores personas, y, por suerte, somos conscientes de lo que tenemos, que es justo, por el impulso optimista, lo que necesitamos.
Finalmente, convengamos todos que somos frutos de la costumbre. Por ende, lo ideal es que fomentemos aquello que queremos tener, pues nada se improvisa, o, de hacerlo, entraña el riesgo de que no aparezca. Asintamos, pues, con el corazón para que siempre alberguemos los niveles mínimos de amor y de sonrisas. Es la mejor tarjeta de visita y la mejor medicina. Prueben, y saborearán los resultados.

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