Todos fuimos migrantes

Por José Carlos García Fajardo

Está demostrado que en los países en los que la mujer tiene acceso a la educación la curva demográfica se estabiliza, pero en los países más ricos el envejecimiento de la población anuncia la ruina del sistema. Por eso celebramos que Europa se haga mestiza. Los inmigrantes aportan savia nueva al viejo tronco: aquí viven y trabajan, consumen, pagan cotizaciones e impuestos, dinamizan la sociedad.

Además, se casan y tienen hijos. La natalidad europea remonta gracias a esta inyección de seres humanos que padecieron la colonización de países europeos arrancándoles su materias primas y explotando su mano de obra.

La nueva situación obliga a reforzar los mecanismos de integración de estos nuevos europeos. La escuela y los servicios públicos tienen un papel central, pero para que lo alcancen se requieren medios adecuados y un aumento de los recursos necesarios.

Ciudadanos del mundo somos todos en busca de una sobriedad compartida pues no existe más que una única raza humana con los matices aportados por los siglos, los climas y las circunstancias. En esto sí que todos  podemos ayudar a una integración en libertad, en democracia y en el disfrute y garantía de los derechos humanos y sociales. Por otra parte, a menudo se olvida que un gran porcentaje de los extranjeros que viven en países del sur de Europa aquí son pensionistas europeos que aportan su riqueza y su cultura.

Quienes llegan al país de acogida tienen que respetar las leyes que recogen los derechos fundamentales y que son causa del desarrollo y bienestar que sedujeron a muchos para abandonar sus lugares de origen.

Ningún país desarrollado puede aceptar que en su territorio se margine a la mujer o a los menores en cualquiera de sus formas, ni que se mutilen ni que se les obligue a casarse contra su voluntad. Son derechos fundamentales reconocidos tras duras conquistas sociales.

Otra cosa es el respeto a sus costumbres en comida, vestido, en sus fiestas o prácticas religiosas, siempre que no alteren el orden establecido y los deberes cívicos de todos, sin excepción. El ejemplo del nuevo alcalde de Londres es admirable y en él deberíamos vernos otros europeos.

Los países de acogida deben mostrar una actitud de respeto por el otro y de mutua ayuda con los que llegan para integrarse con nosotros sin que nadie pierda sus señas de identidad.

Nuestro periclitado modelo de desarrollo sostiene que hay que levantar los controles sobre el flujo de capitales, la información y los servicios. Pero cuando se trata de inmigrantes y refugiados los países ricos imponen su derecho a controlar sus fronteras. Teniendo presente que los conflictos bélicos por el control de las riquezas naturales de los países de donde proceden tantos refugiados son financiados y hasta ejecutados por fuerzas militares de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Rusia etc.

Hace cincuenta años, ni los africanos ni los latinoamericanos emigraban en la proporción actual. Emigrábamos los europeos meridionales: españoles, portugueses, italianos y griegos; también los irlandeses. Lo que es preciso abordar sin miedo ni demora es la actual explosión demográfica que, en menos de un siglo, pasó de 1.200 millones de habitantes en el planeta a los 7.300 millones de la actualidad.

Ni religiones ni tradiciones fanáticas pueden impedir la paterno/maternidad responsables, el control de nacimientos mediante la educación que tiene que reconocer el derecho de las mujeres a evitar o interrumpir embarazos no deseados. Confundir sexualidad con genitalidad y ésta con procreación es un inmenso error. En los países en donde las mujeres tienen idénticos derechos a la educación que los hombres y a los puestos y salarios que les corresponden no existen problemas demográficos.

Véanse los ciudadanos de los 34 países de la OCDE, en donde la educación y los medios para el desarrollo son idénticos entre hombres y mujeres.

Cualquier política de inmigración fracasará si se limita a trabajar sobre las condiciones de destino y no aborda lo que ocurre en el origen. Los países europeos tienen que reconocer el derecho natural a la emigración y favorecer la legislación más generosa para convertirnos en tierra de asilo, como reciprocidad en la acogida de quienes un día recibieron a millones de europeos. Es posible favorecer esa integración sin absorción alguna. Celebrar la inmigración que necesitamos para sobrevivir y dar lugar a pueblos nuevos en tierras remozadas.

No está lejano el día en que sabremos transformar la explotación, las guerras y los prejuicios en innovaciones capaces de organizar una sociedad cosmopolita, global y en la paz que procede de la justicia. Aunque sea por mera supervivencia.

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